Los intentos del ser humano por relacionarse con la realidad se reflejan, entre otros aspectos, en los relatos, las narraciones, las historias. El relato se encadena con la realidad y la manipula al mismo tiempo. Se encadena porque se refiere a ella; intenta reconstruir la percepción del narrador frente a lo que «sucedió»: primero esto, luego esto otro y al final... Y la manipula porque en esa reconstrucción ocurren necesariamente sesgos, no siempre intencionales: selectividad, omisiones, enfoques, alteraciones, etc.
Los relatos están en todas partes. No hay sociedad sin relatos y, de hecho, una persona sin relatos carecería de identidad al no haber construido su yo histórico de acuerdo a su relación con el mundo. Insisto, los relatos forman parte de la existencia humana y no se pueden separar de ella. Por supuesto, un relato existe bajo distintas formas, una de ellas, el relato ficticio literario.
En la literatura, una obra narrativa, aun inverosímil, contiene varios aspectos que determinan su conexión con la realidad o las posibilidades subyacentes. En principio, la cuestión general de cualquier obra se refiere al significado. es decir, de qué forma se ha concebido o a qué hace referencia. Su solución se encuentra en el juego de relaciones entre dos mundos: el mundo ficticio creado por el autor (concebido de alguna forma a partir de su realidad) y el mundo conceptual del lector, derivado también de la interacción con su propio entorno.
¿Por qué molestarse en relacionar mundos? Al ser humano le gusta definirse, encontrarse y encontrar significados. En este sentido, la obra literaria ofrece pistas a seguir en cada lectura. Esto no implica que el autor de la obra quiera ver convertidos a sus potenciales lectores en detectives ni, mucho menos, que la obra tenga una sola forma correcta de interpretarse incluso desde el punto de vista de la función comunicativa. Sin embargo, la obra literaria no deja de ser una concepción, un subproducto de la percepción de la realidad del autor, lista para ser transmitida e interpretada.
Con base en lo anterior, es lógico suponer que exista una intención dirigida hacia el público, aunque sea como una función fática, un ¡Hola! ¿Hay alguien ahí? (Que yo estoy acá). Stanislaw Lem, autor de Solaris, además argumenta que el relato lleva, por su naturaleza de ficción, una carga semántica más allá de su función poética: «puesto que todas las desviaciones del mundo descrito a partir del mundo real necesariamente tienen un significado, la suma de todas esas desviaciones es (o debería de ser) una estrategia coherente o intención semántica».1
En el caso de la ciencia ficción, un modelo particular de ficción, la intención semántica es más evidente puesto que su modelo (o «fórmula») se basa en un conjunto de desviaciones que confrontan el conocimiento del mundo natural inmediato del lector y lo obligan a mantener una distinción entre ambos mundos. Por ejemplo, un submarino ahora es una realidad, pero en tiempos de Julio Verne no, y leer sobre una nave sumergible que podía transportar personas en el fondo del océano resultaba sumamente «extraño». Por lo tanto, el submarino de Verne es una desviación, técnicamente hablando, y cualquiera que haya leído Veinte mil leguas de viaje submarino la habrá notado, aparte de otras más que aparecen como recursos complementarios en la suma total de la intención semántica.
Un submarino en la actualidad ya no es una desviación, no en un relato de ciencia ficción, a menos que cambien otros elementos o el contexto mismo. En cambio, si en este tiempo se escribe algo que comienza con un enunciado así: «Todo en ella era gracia, menos esa obsesión tan grosera de meterse sin mi permiso en mi cabeza cuando no estábamos juntos...», lo más probable es que nos preguntemos a qué se refiere el autor con eso de «meterse en la cabeza de alguien». Y entonces se abren las posibilidades, las hipótesis, y habrá que seguir la pista si no queremos perdernos o simplemente dejar la lectura por creer que son fantasías pueriles que no llevan a ninguna parte.
¿Para qué hablar sobre cosas que «no existen»? Esa pregunta tiene muchas respuestas dependiendo de la obra particular que se trate y por ello el significado, como ha dicho Lem, surge cuando se sacan a la luz las desviaciones y se analizan a partir de un contexto específico (autor, época, intertextualidad, etc.). El resultado puede llegar a decir mucho más de lo que se lee sobre «naves espaciales y marcianitos verdes» y podría esconder verdades camufladas sobre nuestro propio mundo y nuestra propia humanidad.
La ciencia ficción genera muchas preguntas desde el principio y quizá por esa razón se le ha llamado «literatura de ideas». Es más, cada relato siempre tiene implícita desde su concepción la pregunta ¿qué pasaría si...? y, a diferencia de otros subgéneros o modelos fictivos como la fantasía, la ciencia ficción abre una ventana que, de un modo u otro, lleva a la verosimilitud de tales desviaciones. Desde luego, no es un género de «anticipación» o «científico», como le llaman algunos, ni los escritores de ciencia ficción son profetas. No obstante, sí podría decirse que gran parte de ellos han reflexionado lo suficiente para relatar cómo serían las cosas si nuestra realidad cambiara un poco gracias a las posibilidades brindadas por la ciencia y la tecnología.
Por eso, la ciencia ficción es más que solo desvaríos sin sentido aparente. La ciencia ficción impone retos intelectuales, tanto como lo hace la literatura más «canónica». Este subgénero, a veces tan menospreciado, merece más atención de la que apenas un puñado de entusiastas obsesivos o visitantes casuales le ha dado en estudios literarios. La ciencia ficción, como técnica y como obra, es así una ventana a la realidad y, al mismo tiempo, una fuente de posibilidades para interactuar con ella.
⎊ Imago Vectans | Teoría de la Ciencia Ficción
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Stanislaw Lem, «On the Structural Analysis of Science Fiction», en Microworlds. Writings on Science Fiction and Fantasy, ed. Franz Rottensteiner (Orlando, Florida: Harvest/HBJ, 1986), párr. 2.99. ↩