Somos los cantores y una vela encendida delante. Somos multitud, pero nuestra materia se funde en un único espíritu: una comunión. No hace mucho que el abad consagró y lanzó una pequeña llama entre la congregación para representar nuestra fe y atizar nuestra caridad. Con ella encendimos la única vela de la nave y, desde entonces, nos mantenemos entonando al unísono cánticos en una lengua ya olvidada.
Los olores oleosos de nuestra fuente de iluminación siempre nos inducen al vicio de buscar las virtudes místicas, un escape para elevarnos y obtener sosiego fuera del ruido del mundo. No obstante, desde que solo queda una vela en la nave, mejor dicho, desde que fui consciente de lo extraño de tal situación, he comenzado a temblar. ¿Qué ocurrirá cuando no tengamos luz ni dirección? Las velas no son eternas. ¿Estaremos a merced del viento o la marea? La deriva sí que es eterna. Ni siquiera con el fuego que arde ahora en la comunidad podríamos visualizar y seguir la línea trazada por la voz del guía.
La nave se hunde, se quema y las lenguas de fuego consumen nuestro cuerpo. Apenas nos salvan las aguas del profundo abismo que apagan el incendio mientras nos precipitamos y sumergimos. Yo desearía no haberme quedado dormido en la oración mientras la vela se extinguía y los frailes desaparecían en la circundante oscuridad uno a uno hasta ser uno nuevamente, yo mismo, solo, en aquel antiguo templo de adoración perpetua.
¿En qué momento aparecí aquí? Lo ignoro. Ya no canto ni navego. Quiero despertar y emerger al principio, pero mis pies son rocas que descienden ebrias de vértigo, y mis palabras, mariposas de aire que se elevan como plegarias a la superficie.
Amoroso como un padre lleno de compasión al ver a su hijo de vuelta, el océano ―frío, oscuro, infinito― me abraza cada vez más fuerte. Sé que al final me cubrirá en su lecho y mi zozobra terminará. Al menos esa es mi esperanza.
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